martes, 5 de marzo de 2024

Antonio

Capítulo 1

Antonio y Aura

Antonio Echeverri y Aura Castrillón fueron un matrimonio de esos de antaño que solían ser, de verdad, para toda la vida. Decidieron que el compromiso de acompañarse en las buenas y en las malas era sagrado y así lo vivieron, muchas veces con amor, otras con costumbre y otras con más resignación que otra cosa.

Vivieron en la escasez económica, pero en la abundancia de complicidad. Él tenía una respuesta y una solución para toda pregunta o situación. Además era un hombre de palabra y cuando en el altar juró querer y proteger a su esposa hasta el fin de sus días, lo hizo para cumplirlo. Ella se excedía en fe, en él y en San Cayetano, a quién encomendó su matrimonio y las afugias del día a día, y que estaba siempre en una pared de la cocina, al lado de San Judas Tadeo, con su batola negra, su pelo perfectamente peinado y mirando con ternura al bebé que carga en sus brazos. En esas temporadas más difíciles, cuando terminaba el día y veía que en la despensa de la cocina solo quedaba para el agua de panela, elevaba, con las mismas palabras una y otra vez, una oración a su santo y la completaba con una a su esposo, con la misma devoción por el uno y por el otro. 

- San Cayetano necesito de vos,
si quieres algo más que agua dulce,
ayúdanos con el arroz.

Y vos Antonio, esposo mío,
sé que esta no va a ser la primera vez
que nos quedemos sin con qué comer,
en vos también confío -.

Después de esas palabras se persignaba y atravesaba toda la casa repartiendo bendiciones en cada habitación hasta llegar a la suya para acostarse a dormir. Sus oraciones nunca fueron ignoradas, hubo necesidades, pero nunca hubo hambre. No se supo cómo, pero en la mañana siguiente, después de sus oraciones, encontraba encima de la mesa de la cocina, lo necesario para preparar los alimentos de dos o tres días más. Ella lo atribuyó siempre a su fe, Antonio nunca hablaba de esto.

Antonio era de baja estatura, delgado pero fuerte, vestía en todo momento de pantalón y camisa, si estaba en la casa no la abotonaba, dejaba su dorso descubierto, solo la cerraba si tenía que salir a cualesquier diligencia. Llevaba un bigote poblado y, a pesar de su edad, no tenía una sola cana en su abundante cabello. Era malhumorado, siempre tenía su ceño fruncido, incluso cuando decía estar feliz. Le gustaba el aguardiente, se lo tomaba servido doble y a sorbos, sin pasante y sin hacer ningún tipo de gesto. Desde niño fue devoto de la virgen, en especial de la Virgen del Carmen, a ella le rezaba cada mañana al despertar. Era un hombre bueno, que evitaba los problemas y que se entregó a su mujer y a su matrimonio sin ninguna condición más que tener, como mínimo, 10 hijos. En total fueron 12.

Las carencias de su hogar lo obligaron a trabajar desde los 10 años, a pesar de ser el menor se ocupó de su madre hasta que ella murió y de sus hermanos hasta que se casó, a los 23 años de edad, con Gabriela, su primera esposa, de la que enviudó cuando solo tenía cinco años de casados. En su niñez alternaba sus días entre la escuela y cualquier trabajo que resultara, por eso no logró pasar del segundo año de primaria, pero eso sí, nunca se dejó vencer por la ignorancia y con propia iniciativa, aprendió a leer, sumar, restar, multiplicar, dividir y otras cosas más.

- Con lo poquito que aprendí supe defenderme en la vida-. Decía.

En su primer matrimonio tuvo cuatro hijos: Fáber, Orlando, Rubiela y Estela. Con ellos siempre tuvo contacto y buena relación, incluso después de su matrimonio con Aura; excepto con Estela, que un día tomó sus pertenencias y sin avisar a nadie, se fue para no regresar. Ni Antonio ni sus hermanos ni nadie supieron más de ella.

Por gran parte de su vida, hasta conseguir su jubilación, hizo parte de la empresa de loza del pueblo. Allí empezó descargando la arcilla de los camiones en las bodegas, pero en poco tiempo, por su agilidad con los números y su facilidad para llevar cuentas en la cabeza, además de dirigir estratégicamente a sus compañeros para hacer el trabajo más rápido, fue consiguiendo cargos de mayor relevancia, hasta ser supervisor en una de las secciones de amasado y moldura. Desde este nuevo cargo y gracias a su relación cercana con el dueño de la empresa logró convertirse en una voz de peso a la hora de hacerle solicitudes para mejorar las condiciones de los trabajadores, como el servicio de restaurante dentro de la planta o útiles escolares para los hijos de los obreros.

Con Aura se casó cuando tenía 30 años y la familia que conformaron se multiplicó con rapidez. Primero llegaron los mellizos, Gabriel y Antonio; al año siguiente fue Ramiro y un año más tarde, las mellizas, Gabriela y Aura Luz. En tan solo tres años y tres embarazos, tuvieron cinco hijos. Los mellizos deben sus nombres al homenaje que él quiso hacer a su primer matrimonio; las mellizas fueron bautizadas con los mismos nombres de sus dos esposas.

Marta, Cristina, Alonso, Jorge, Patricia y Diana fueron llegando con dos años de diferencia cada uno. La última fue Marcela, que nació 10 años después de Diana. Siete mujeres y cinco hombres a quienes quiso por igual. 

Al principio, lo que ganaba en la empresa de loza era suficiente para vivir cómodamente, pero con la llegada de cada nuevo hijo y su costumbre de beber cada vez más arraigada, llegaron las necesidades.

Los mellizos no fueron buenos para el estudio, poco interés le mostraron, además les tocó trabajar desde muy temprana edad para ayudar con los gastos. Algunas veces lavaban carros, en otras cargaban mercados, vigilaban construcciones, lavaban vasos y recogían botellas en las cantinas. Hacían lo que fuera necesario. En el poco tiempo que les quedaba libre salían a merodear las calles del pueblo, a tirar piedras al río o a escuchar partidos de fútbol en el radio de don Vicente, su vecino, montados en el muro que separaba las dos propiedades.

Ramiro fue más disciplinado con sus deberes de la escuela y después de su jornada académica prefería quedarse en la casa, al lado de Antonio aprendiendo de él una y otra actividad que les ayudará a conseguir unos pesos de más. Fue el único que prestó el servicio militar, una experiencia que decía, no querer repetir jamás 

Las mellizas se sumaron a la tarea de conseguir dinero para el sustento. Aura les enseñó todo lo necesario de los quehaceres de la casa y así, trabajaron en los oficios del hogar en las casas de muchas familias 'pudientes' del pueblo.

Después de recibir su pensión, Antonio dedicó sus días al descanso y a la bebida. - No vuelvo a darle un golpe a la tierra -, repetía constantemente.

Pasaba las mañanas sentado en su cama, fumando uno que otro cigarrillo, escuchando las noticias en la radio. Las escuchaba y se las repetía a Caruso, el perro de la casa, como repasándolas para no olvidarlas; y en la tarde, al son de tangos, boleros y una que otra guasca, en compañía de Alfonso y Juvenal, dos vecinos de la cuadra a los que quería como a sus propios hijos, gastaba sus pocos pesos en licor.

Disfrutaba viendo entrar y salir de la casa a sus nietos que alborotaban el ambiente con sus gritos, correrías, balones y cualquier cosa que se encontraran para jugar. Desde su habitación llamaba a cualquiera de ellos para contarle alguna historia de su infancia, o algún dato de cultura general, o un chascarrillo que solo le causaba gracia y risa a él mismo, o para pedirle que fuera a la cocina y le dijera a alguna de las 'muchachas', como les decía a sus hijas, que le llevaran café.

Tras la muerte de Aura, la costumbre de tomarse uno o dos aguardientes dobles diarios se convirtió, poco a poco, en un vicio que lo llevó a beber y beber cada vez más, con avidez. Con Alfonso y Juvenal se tomaba una botella de aguardiente antioqueño por día, a veces más. En ocasiones bebían tanto que era necesario sacar casi cargados a su par de escuderos ebrios para llevarlos a sus casas; al principio esto era motivo de alegatos entre Antonio y sus hijos, pero eran tan recurrentes las borracheras y tan creciente el afecto entre estos tres, que ya era normal dejarlos dormir, como cayeran, mal acomodados y juntos, en la cama de Antonio. 

Nunca admitía estar borracho y por el contrario se enfrascaba en discusiones tontas con cualquiera que tratara de convencerlo de ello. Un domingo cualquiera, con un calor típico de los primeros días del año, sentado en el corredor externo, mientras se tomaba unos aguardientes acompañado de Toño y Gabriel, los mellizos, que bebían unas cervezas, hablaban del calor intenso que hacía por esos días, de lo enfermo que estaba don Enrique, el papá de Juvenal y de las constantes borracheras de Antonio que ya preocupaban a todos sus hijos. Antonio como siempre les embolató el tema repitiéndoles que él no se emborrachaba por más que bebiera, y tras la insistencia de ellos del por qué negaba sus borracheras aunque fueran evidentes, él, de manera sentenciosa les respondió: - Muchachos, ustedes saben que no me gusta presumir de las cosas que mejor sé hacer -, y les dedicó una sonrisa de satisfacción a la que ellos respondieron con otra de complicidad.

Juvenal y Alfonso fueron más que compañeros de bebida para Antonio. Ellos no lo cuestionaban por nada y parecían estar en todo momento al servicio de él. Fueron testigos de muchos momentos de debilidad y tristeza, fueron compañía silenciosa cuando quería estar a solas. Los quiso como a sus propios hijos, posiblemente más, y se sintió querido y respaldado por ellos desde siempre y para siempre.

Cada día, cada trago de aguardiente, cada borrachera juntos, los hacía más cercanos. El desgaste físico que les dejaba el abuso de la bebida no podía ocultarse. A pesar de que Antonio superaba por más de 20 años a sus compinches borrachines, los tres se veían como ancianos desgastados por los años y el peso de la vida. 

Sus preocupaciones eran solo de ellos, igual que sus angustias y dolores. En un par de ocasiones, para cortar de raíz el dolor, Alfonso recurrió a Antonio para que le sacara la muela y lo librará del padecimiento. Con un aguardiente doble antes y después de esta improvisada atención odontológica, anestesiaban el dolor y ahuyentaban los posibles nervios que traía la situación.

Esta escena se convertía en un acto de circo para los nietos y demás niños de la cuadra quienes se aglomeraban asomándose por la ventana, para ver cómo, con un alicate, el viejo extraía la muela amarillenta y algo ensangrentada de Alfonso, quien con un quejido, un "madrazo" y un apretón de manos, se levantaba rápidamente buscando su copa y la bebía de un solo trago, mezclando el aguardiente con la sangre. Entre gritos y risas se despejaba nuevamente la ventana de la habitación hasta dejar al par de ebrios solos, sentados en la cama, sumidos en pensamientos vagos.

A pesar de su bien ganada fama de borracho, Antonio también fue reconocido por rebuscarse el sustento de muchas otras maneras. Aprendió a fabricar jabón de tierra para venderlo, también aprendió el arte de la dulcería y hacía gomas de azúcar y bombones de coco para surtir las tiendas de su barrio. En ocasiones oficiaba como electricista, en otras tapaba goteras en los techos y en otras reparaba uno que otro daño más que se presentaba en la casa de cualquier vecino. Siempre tenía algo para hacer.

Aura creció con la convicción de que las mujeres fueron creadas para estar en la casa al servicio de su esposo y sus hijos, por eso consagró su vida a su hogar. Era un alma de Dios, eso decían todos sus vecinos, y decían también que hacía las mejores arepas del mundo.

Robusta, de pisada firme, cabello ensortijado, con ojos verdes, claros y grandes y de boca delineada que hacía delicado su rostro. 

Era fiel a la misa de cuatro de la tarde, la que celebraba el cura Manuel Zapata, gran amigo de su marido. Sonreía siempre, aunque estuviera triste. Sus hijas decían que su sonrisa era lo único que aliviaba cualquier dolor y solucionaba cualquier problema. 

- Por lo menos hacía que uno se olvidara de lo malo -, decía Gabriela. 

Los días de Aura se iban entre la cocina, los oficios de la casa, las misas diarias y una que otra visita a su madre o a sus hermanas. Las visitaba poco porque siempre terminaban en las mismas discusiones por su matrimonio con Antonio, ellas nunca estuvieron de acuerdo.

Aura y Antonio vivían en una casa grande, con baldosas rojas y amarillas, de adobe macizo sin revocar, ventanales de madera y techo con tejas de barro. De esas con muchas habitaciones, varios patios, solar y un gran corredor en el exterior para pasar la tarde mirando a la gente caminar en la calle. 

Su habitación era la primera, la única con ventana al exterior. Justo al frente de una sala amplia que pocas veces recibía visitas y donde se echaba Caruso para escapar del calor del mediodía y refrescarse, esta sala fue el lugar en donde, años más tarde, tras su muerte, fue velado el cuerpo de Aura. En medio de la habitación estaba la cama, a su derecha había un nochero con un porta retrato vacío, una estampa del arcángel San Gabriel con una oración que nunca fue leída y un vaso con agua con bicarbonato que siempre se tomaba Antonio durante la mañana. A la izquierda un chifonier roído por el tiempo, con ropa que nunca se volvió a usar. En la cabecera de la cama estaba el cuadro de la Virgen del Carmen, coronada, con su bebé en el brazo izquierdo y un escapulario en su mano derecha, rodeada de fuego, ángeles y algunas almas que la miran pidiendo su auxilio y que, según él, cuidaba sus muchas noches de insomnio.

Hacia adentro, seguido de la habitación matrimonial, había una habitación más, en la que durmieron durante algunos años los mellizos y Ramiro. Al frente estaba un vestíbulo que albergaba un bifé grande heredado por Aura de su mamá y en el que se guardaban todo tipo 'chécheres'.

En la mitad de la casa estaba un patio grande donde se extendía la ropa recién lavada y en el que siempre había una escalera de guadua y un par de bicicletas que poco se usaban y que fueron, en algún diciembre, el regalo de Navidad de Ana María, la nieta mayor, y de Marcela, la hija menor. Junto al patio estaba el comedor donde pocas veces se sentaban a comer. Al frente del patio se encontraba la habitación que fue de las mellizas, seguida de una habitación más, que muchos años antes había sido la cocina.

En el fondo estaba ahora la cocina y había un patio más con un jardín. También había un corral de pollos lleno de rebujo acumulado durante años que servía, además, como cambuche para Caruso. Allí permanecían el pilón y el mazo con el que se pilaba el maíz para la mazamorra, un par de canecas grandes con agua recogida de la lluvia, unas macetas quebradas que esperaban que se cumpliera la promesa de ser reparadas, hecha por Antonio algunos años atrás.

El matrimonio duró, en este mundo, 35 años y solo la muerte de Aura pudo separarlos, hasta 20 años más tarde cuando la muerte de Antonio los volvió a unir.

lunes, 2 de mayo de 2022

El payaso

Me pinto la risa, claro, es de la única manera que me reconoces, por lo que hago.

Y hay que continuar con el show.

Ríete conmigo, eso es lo que quieres.

Mírame, también me río, puedes ver la risa pintada en mi cara.

martes, 19 de abril de 2022

Angelito de la guarda

Angelito de la guarda
que volando siempre llegas
tu cuidado siempre entregas
y tu alivio nunca tarda.
 
Me acaricias con amor
con tus alas suavecitas,
con tus manos rosaditas
me proteges del dolor.
 
Tú me llenas de alegría,
me acompañas, angelito
en la noche y en el día.
 
Con tu amparo siempre cuento
angelito de los cielos
y por eso estoy contento.

Luna

Luna brillante
de cara redonda
¡tengo una tristeza!
una pena muy honda.
 
La niña que me gusta
no vino hoy a la escuela.
nos dijo la maestra,
Que por un dolor de muela.
 
Espero se mejore
y a clases vuelva pronto
porque miro y miro, cada instante
su pupitre como un tonto.
 
Luna brillante
de cara redonda
¡tengo una tristeza!
una pena muy honda.
 
No quiero ni estudiar
en clase no me concentro
del salón salgo y entro
y no la veo llegar.
 
¡Qué día tan genial!
hoy regresó Lupita,
la alegría no se quita,
gracias Luna celestial.

viernes, 23 de julio de 2021

Un buen día para morir

El sol es escaso, pero el calor es insoportable. Desde mi ventana puedo ver algunos guayacanes florecidos que sobresalen entre algunos otros árboles citadinos y edificios residenciales cercanos.

En mi cabeza ronda la muerte ¿Qué eso de muerte? la busqué en el diccionario, en la Biblia, en mis pensamientos, en sabores, en noticias y hasta en redes sociales.

Quisiera no pensarla más, pero es inevitable. No sale de mí, la siento encima apuñalándome la cabeza con recuerdos y el corazón con sentimientos de rabia y dolor. Trato de enfocarme en esos consejos que me han dado como placebo para detener lo inevitable y me dan ganas de vomitar, porque me hastían, porque me empalagan, porque ya me los sé de memoria.

¿Qué pensarán y dirán todos después de que lo haga?

“Fue muy cobarde”, dirán algunos. “Quién sabe qué problemas tenía”, dirán otros. Algunos más buscarán culpables y señalarán sin medida a quien se les antoje.

Yo sé que descansaré, o bueno, por lo menos cortaré de tajo el dolor, mi dolor.